Hace algunas semanas (no recuerdo la fecha exacta) leí en hoy mujer, suplemento del grupo vocento, una columna que me gustó bastante y con la que estoy completamente de acuerdo.
La columna en cuestión se llama Entre nosotras y está compartida por cuatro mujeres (cada semana escribe una) bastante conocidas: Edurne Uriarte, Julia Navarro, Cristina Morató y Carme Chaparro.
Esta última es la autora del artículo que os comento, bajo el título de Mea culpa, relata la facilidad que tenemos las mujeres para sentirnos mal cuando apartamos por un momento nuestras obligaciones para cuidarnos un poco o darnos algún capricho.
Y, como lo bueno si breve dos veces bueno, os lo reproduzco a continuación, esperando que lo disfrutéis tanto como lo hice yo.
La columna en cuestión se llama Entre nosotras y está compartida por cuatro mujeres (cada semana escribe una) bastante conocidas: Edurne Uriarte, Julia Navarro, Cristina Morató y Carme Chaparro.
Esta última es la autora del artículo que os comento, bajo el título de Mea culpa, relata la facilidad que tenemos las mujeres para sentirnos mal cuando apartamos por un momento nuestras obligaciones para cuidarnos un poco o darnos algún capricho.
Y, como lo bueno si breve dos veces bueno, os lo reproduzco a continuación, esperando que lo disfrutéis tanto como lo hice yo.
CULPABLES porque nos damos caprichos gustativos que se acumulan en forma de grasa en nuestras caderas. Culpables porque deseamos unos minutos de paz –¿no pueden los niños dormirse de una vez?– para leer ese libro que nos apetece tanto. Culpables porque nos mira con esa cara de pena cada vez que salimos de casa para ir a trabajar. Culpables porque estamos en la “pelu” haciéndonos las mechas en vez de aprovechar la mañana del sábado en familia. Culpables porque llevamos ya cinco minutos hablando por teléfono con una amiga mientras los niños están enganchados a la tele –¡Dios, es que no deberían ver tanta tele!...–. Culpables por...
CULPABLES POR TODO. Parece como si las mujeres hubiéramos desarrollado una extraña mutación cerebral que nos hace sentir mal por cualquier cosa que implique pensar un poquito en nosotras y no en los demás. Ahora mismo son las cinco de la madrugada y me siento culpable por estar escribiendo este texto y no tener a mi hija en mis brazos dándole cariño, sino aquí a mi lado en su cuna despierta, con los ojos como platos. ¡Pero si está tranquila y feliz!, dice mi parte racional. ¡Sí, pero estaría más feliz entre tus brazos!, me hostiga mi parte culpable.
DEBERÍA SER AL REVÉS, ¿NO? Debería sentirme una heroína por llevar varias semanas sin dormir más de tres horas seguidas y aún así aprovechar este tiempo nocturno entre toma y toma, no para dormir, sino para levantarme y ponerme a trabajar. ¿Por qué no nos sentimos orgullosas de ello en vez de flagelarnos? ¿Por qué no nos sube la moral al comprobar todo lo que somos capaces de hacer, y todas las cargas que nos echamos a la espalda, en vez de sentirnos con un agujero en el estómago?
AYER, VOLVÍA DE BARCELONA con una amiga empresaria. Yo iba con mi hija recién nacida, pero ella había dejado a las suyas en casa con la abuela. De repente se le saltan las lágrimas: al otro lado del teléfono su hija mayor, de apenas tres años, chillaba desconsolada: “Mamá, mamá, ven a casa ya, ven a casa ya”. “No hay nada que justifique ese dolor que tengo. Sólo valen la pena mis hijas”. ¿Se sentiría un hombre igual que ella?
ESO MISMO HA SORPRENDIDO mucho a un grupo de investigadores de la Universidad de Toronto. Digamos que alucinaron al descubrir las diferencias con las que hombres y mujeres responden emocionalmente al sonido “tienes un email” de sus móviles cuando están en casa. Resulta que, ¡oh, sorpresa!, a igualdad de cargo en una empresa (se entrevistó a 1.042 personas con ingresos superiores a los 60.000 dólares al año), las mujeres nos sentimos el doble de culpables que ellos cuando recibimos un correo laboral mientras estamos en casa. La teoría de estos sociólogos es que soportamos igual el estrés en la oficina, pero cuando estamos con la familia, “de manera subconsciente sentimos que nuestra prioridad son los hijos y el hogar”, y que, por lo tanto, las llamadas y mensajes de la oficina no nos dejan dedicar a la familia el 100% de nuestros recursos.
P. D.: Da igual que seamos independientes. Inteligentes. Luchadoras. O que tengamos claro que somos un ser humano que no solo se define por su pareja e hijos. La responsabilidad siempre estará escondida, aprovechando como el herpes el momento propicio para sacarnos un doloroso sarpullido de culpa.
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